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miércoles, 16 de julio de 2008

La piedra que cambió las cosas

La piedra que cambio las cosasLE GUIN, Úrsula: “La piedra que cambio las cosas”, en Un pescador del mar interior. Minotauro. Barcelona, 1996. pp. 69-82.
Trabajando un día con su cuadrilla en la mole de piedra del Colegio Obling, una nurobl llamada Bu encontró la piedra que cambió las cosas.
Allí donde viven los obls, a lo largo de las orillas del río hay cantos rodados, piedras grandes y pequeñas, guijarros y grava, apilados y esparcidos por kilómetros. Las ciudades de los nurobls están construidas en piedra; cuando quieren darse un festín de carne cazan el conejo de roca. Los nurobls recogen y preparan musgo y líquenes para las comidas ordinarias, y construyen las casas y los colegios y los mantienen pulcros, pues los obls se ponen nerviosos y se sienten infelices cuando las cosas no están en orden.
El corazón de una ciudad obl es el colegio, y el orgullo de todo colegio son las terrazas, que descienden escalonadas hasta el río desde los altos edificios. Las piedras de las terrazas se disponen según el tamaño: los cantos rodados forman los muros exteriores, y más adentro hay hileras de grandes rocas, luego filas de piedras pequeñas, y finalmente terrazas de mosaicos, con guijarros engastados y dibujos en la grava. Los obls pasean y se sientan en las terrazas en los días largos y cálidos, fumando hojas de ta en pipas de esteatita y discutiendo de historia, historia natural, filosofía y metafísica. Mientras las rocas estén dispuestas en orden, según la forma y el tamaño, y las configuraciones se mantengan completas y nítidas, los obls disfrutan de paz mental y pueden pensar con profundidad. Después de conversar en las terrazas, los obls viejos más sabios entran en los colegios y anotan en los Libros de Registro lo mejor de cuanto se ha pensado y dicho ese día; los Libros se guardan cuidadosamente alineados en las bibliotecas de los colegios.Cuando el río desborda al comienzo de la primavera y sube por las terrazas, volcando rocas, llevándose la grava y provocando un gran desorden, los obls permanecen en el interior de los colegios. Allí leen los Libros de Registro, discuten y anotan, planean nuevos dibujos para las terrazas, se dan festines de carne y fuman. Los nurs preparan y sirven los festines y mantienen las habitaciones de los colegios en orden. Tan pronto como pasan las inundaciones, empiezan a clasificar las rocas y a recomponer las terrazas. Se dan prisa, porque el desorden dejado por las inundaciones pone a los obls muy nerviosos, y cuando están nerviosos, golpean y violan a los nurs con más violencia que de costumbre.
Las inundaciones primaverales de aquel año habían irrumpido a través del muro de cantos rodados de la ciudad de Obling, y habían dejado ramas, maderos y otros restos sobre las terrazas, alterando o destruyendo muchos de los dibujos. Las terrazas del Colegio Obling eran notables por el orden perfecto y la belleza compleja de sus diseños de guijarros. Célebres obls habían pasado años diseñando los dibujos y escogiendo las piedras; se dice que un gran diseñador, Aknegni, ayudó con sus propias manos a la perfección de la obra. Si se pierde un solo guijarro de un dibujo, los nurobls pasarán días buscando entre las pilas uno de la misma forma y tamaño. A tal actividad estaba entregada la nurobl llamada Bu y su cuadrilla cuando encontró la piedra que cambió las cosas.
Cuando se necesitan piedras de reemplazo, los nurs de las pilas de piedra hacen a menudo una copia aproximada de esa sección del mosaico para poder así probar guijarros y ver si encajan sin tener que cargar con ellos todo el camino hasta las terrazas interiores. Bu había colocado una piedra en el molde del dibujo original, siguiendo esta costumbre, y la estaba mirando para asegurarse de que el tamaño y la forma eran exactas, cuando le llamó la atención una cualidad de la piedra que nunca antes había advertido: el color. Los guijarros de aquella parte del dibujo eran todos grandes óvalos de un palmo y cuarto de ancho y un palmo y medio de largo. La piedra que Bu acababa de colocar en el molde era un perfecto óvalo «cuarto-medio», y por tanto encajaba exactamente; pero, mientras las otras piedras eran en su mayoría de un gris azulado oscuro con vetas regulares, la nueva era de un vivo azul verdoso moteado de un verde jade más pálido.Por supuesto, Bu sabía que el color de una piedra es una cuestión absolutamente indiferente, una cualidad accidental y trivial que no afecta al verdadero dibujo. Sin embargo, se encontró a sí misma mirando con una peculiar satisfacción aquella piedra verdiazul. En ese momento pensó: «Esta piedra es hermosa». No estaba mirando, como debiera, todo el diseño, sino sólo la piedra, de un color que parecía más intenso por el color más pálido de las otras. Se sentía extrañamente conmovida; se le ocurrían extraños pensamientos. Pensó: «Esta piedra es importante. Tiene significado. Es una palabra». La levantó y la sostuvo mientras estudiaba el molde de prueba.
El dibujo original, sobre la terraza, era llamado el Diseño del Decano, por el decano del Colegio, Festl, quien había diseñado aquella parte de las terrazas. Cuando Bu volvió a poner la piedra verdiazul en el dibujo, el color continuó cautivándola. No pudo encontrar ningún significado en la piedra.
Le llevó la piedra verdiazul al nur-capataz de la pila de piedra y le preguntó si él veía algo que no estuviera bien o que fuera extraño o peculiar. El nur-capataz miró atentamente la piedra, pero al fin abrió mucho los ojos, queriendo decir que no.
Bu llevó la piedra hasta las terrazas interiores y la colocó en el dibujo auténtico. Encajaba en el Diseño del Decano exactamente; la forma y el tamaño eran perfectos. Pero, al retroceder para estudiar el dibujo, Bu pensó que apenas parecía el Diseño del Decano. No era que la nueva piedra cambiara el diseño; sencillamente completaba una configuración que Bu nunca antes había advertido allí: una configuración de color que tenía poca o ninguna relación con la disposición por forma y tamaño del Diseño del Decano. La nueva piedra completaba una espiral de piedras verdiazules dentro del campo de romboides entrelazados de óvalos «cuarto-medio» que formaban el centro del diseño de Festl. La mayoría de las piedras de ese color eran las que Bu había ido colocando en los últimos años; pero la espiral había sido comenzada por algún otro nur, antes que Bu fuera promovida al Diseño del Decano.
Justo entonces, el decano Festl apareció caminando bajo el sol primaveral con la oxidada escopeta al hombro, la pipa en la boca, contento de ver que el desorden de las inundaciones estaba siendo reparado. El Decano era un obl viejo y amable que nunca había violado a Bu, aunque la toqueteaba a menudo. Bu se armó de valor, ocultó los ojos y dijo:

—¡Señor Decano, señoría! ¿Podría el Señor Decano en su sabiduría tener la bondad de explicarme el significado verbal de esta sección del valioso dibujo que acabo de reparar?

El decano Festl se detuvo, quizá un poco disgustado porque lo distraían de sus meditaciones; pero al ver a la joven nur, que se agachaba con modestia y escondía los ojos, la toqueteó con indulgencia y dijo: —Ciertamente. Esta subsección de mi diseño puede ser leída, en el nivel más sencillo, como: «Dispongo las piedras con hermosura», o bien: «Dispongo las piedras en excelente orden». Hay un plano superior, un significado postverbal inmanente, por supuesto, además de los Inefables Arcanos. ¡Pero no necesitas ocupar tu cabecita en esas cosas!


—¿Es posible —preguntó la nur con voz sumisa— encontrar un significado en los colores de las piedras?

El Decano sonrió de nuevo y la toqueteó en varios lugares. —¿Quién sabe lo que pasa por la cabeza de un nur? ¡Color! ¡Significado en el color! Ahora vete, nurblit. Has hecho un trabajo de reparación excelente. Muy cuidado, muy hermoso. —Y siguió con su paseo, exhalando bocanadas de humo y disfrutando del sol primaveral.
Bu volvió a la pila de piedras y siguió escogiendo, pero no se sentía tranquila. Toda aquella noche soñó con la piedra verdiazul. En el sueño la piedra hablaba, y las piedras de alrededor también empezaban a hablar. Al despertar, Bu no recordaba las palabras que las piedras habían dicho.
El sol no se había levantado todavía, pero los nurs sí; y Bu habló con algunos compañeros de madriguera y amigos del trabajo mientras alimentaban y lavaban a sus blits y devoraban unos apresurados desayunos de liquen frito frío.

—Vayamos a las terrazas ahora, antes de que los obls se levanten —propuso Bu—. Quiero enseñarles algo.
Bu tenía muchos amigos, y ocho o nueve nurs la siguieron, algunos cargando con sus blits lactantes o que aún gateaban.
—¿Qué tendrá Bu en la cabeza esta vez? —se decían unos a otros, riendo.
—Ahora, miren —dijo Bu cuando todos estuvieron en la parte de la terraza que había diseñado el decano Festl—. Observen los dibujos. Y observen los colores de las rocas.
—Los colores no significan nada —dijo un nur, y otro añadió—: Los colores no son parte de los dibujos, Bu.
—Pero ¿y si lo fueran? —insistió Bu—. Sólo miren.
Los nurs, acostumbrados al silencio y la obediencia, miraron.
—Vaya —dijo uno después de un rato—. ¡Es asombroso!
—¡Miren! —exclamó Ko, el mejor amigo de Bu—. ¡Esa espiral de azules y verdes que recorre todo el Diseño! Y hay cinco hematitas alrededor de una arenisca amarilla…, como una flor.
—Toda esa sección de basalto marrón… ¿atraviesa el dibujo, no es así? dijo la pequeña Ga.
—Forma otro dibujo. Un dibujo diferente dijo Bu—. Quizá forma un dibujo inmanente de significado inefable.
—Vamos, Bu —dijo Ko—. ¿Es que eres un Profesor o algo parecido?
Los otros rieron, pero Bu estaba demasiado excitada para darse cuenta de que resultaba graciosa.
—No, no lo soy —dijo con vehemencia—, pero miren esa piedra verdiazul, allí, la última de la espiral.
—Serpentina —dijo Ko.
—Sí, lo sé. Pero si el Diseño del Decano significa algo... Él dijo que esa parte significa «Dispongo las piedras con hermosura»... Entonces, ¿no podría la piedra verdiazul ser una palabra diferente? ¿Con un significado diferente?
—¿Qué significado?
—No lo sé. Creí que quizá tú lo sabrías. —Bu miró con esperanza a Un, un nur anciano, lisiado desde la juventud a causa de un desprendimiento de rocas, tan bueno en la conservación de los diseños que los obls le habían permitido seguir con vida. Un miró con atención la piedra verdiazul y la curva de piedras del mismo color, y al fin habló lentamente:

—Quizá dice «El nur coloca piedras».
—¿Qué nur? —preguntó Ko.
—Bu —contestó la pequeña Ga—. Ella colocó la piedra.

Bu y Un abrieron mucho los ojos, perplejos.

—¡Los diseños nunca hablan de los nurs! —dijo Ko.
—Quizá sí los diseños de colores —dijo Bu, muy agitada y parpadeando deprisa.
—«El nur —dijo Ko, siguiendo la curva de verdiazul con los tres ojos—, el nur coloca las piedras hermosamente en ingobernables sinuosidades...» ¡Dios mío! ¿Qué es todo esto? —Continuó leyendo la curva:— «… en ingobernables sinuosidades que pre…» ¿Qué es eso? Oh, «que prefiguran lo visto».
—«La visión» —sugirió Un—. «La visión de…» No conozco la última palabra.
—¡Ven todo eso en los colores de las piedras? —preguntó Ga, maravillada.
—En los dibujos de los colores —respondió Bu—. No son accidentales. Tienen significado. Todo el tiempo hemos estado componiendo dibujos… no sólo los que los obls diseñan y nosotros hacemos, sino otros dibujos… dibujos de nur… con significados nuevos. ¡Miren, mírenlos!

Puesto que estaban acostumbrados al silencio y la obediencia, todos miraron los diseños de las terrazas interiores del Colegio de Obling. Vieron cómo la disposición por forma y tamaño de los guijarros y las piedras más grandes formaba cuadrados, rectángulos, triángulos y dodecaedros regulares, zigzags y diseños rectilíneos de gran belleza y ordenado significado. Y vieron cómo la disposición de las piedras por color había creado otros diseños, menos completos, a menudo apenas esbozados o insinuados: círculos, espirales, óvalos y complejos laberintos y marañas curvilíneas de gran belleza y significado imprevisible. De este modo, un largo lazo de cuarcitas blancas atravesaba la doble línea recta de piedras cuarto-palmo; y la sección romboidal de areniscas medio-palmo parecía ser sólo un elemento en una larga medialuna de pálidos amarillos.
Ambos diseños estaban allí; pero ¿se anulaban mutuamente o eran partes inseparables? Resultaba difícil ver los dos a la vez, pero no imposible.

Después de un largo rato, la pequeña Ga preguntó: —¿Hicimos todo eso sin saber que lo estábamos haciendo?
—Yo siempre me fijo en los colores de las rocas
dijo Un en voz baja, mirando al suelo.
—Y yo también dijo Ko—. Y en el grano y la textura. Yo empecé esa parte sinuosa de las Facetas del Cristal —dijo, señalando una antigua y famosa sección de la terraza, diseñada por el gran Oholothl—. El año pasado, después de la última inundación, cuando perdimos tantas piedras del diseño, ¿recuerdan? Traje un montón de amatistas de las Cavernas de Ubi. ¡Me encanta el púrpura! —El tono de Ko era desafiante.

Bu miró un círculo de turquesas pequeñas y lisas incrustadas en una esquina de una serie de rectángulos entrelazados.

—A mí me gusta el verdiazul —dijo Bu en un susurro—. Me gusta el verdiazul. A él le gustan los rojos. Nosotros vemos los colores de las piedras. Nosotros hacemos el dibujo. Nosotros hacemos el dibujo hermoso.
—¿Crees que debemos decírselo a los Profesores? —preguntó la pequeña Ga, excitada—. Quizá nos darían más comida.
El viejo Un abrió mucho los ojos. —¡Ni una palabra de esto a los Profesores! No les gusta que los diseños cambien, ya lo sabes. Los pone nerviosos. Podrían llegar a castigarnos.
—No tenemos miedo —dijo Bu en un susurro.
—Ellos no lo entenderían -dijo Ko—. Ellos no se fijan en los colores. Ellos no nos escuchan. Y si lo hicieran, pensarían que eran palabras de nur, que no significan nada. ¿No es así? Pero yo voy a volver a las Cavernas a buscar algunas amatistas para terminar esa parte sinuosa —dijo, señalando a las Facetas del Cristal, donde las reparaciones apenas habían comenzado—. Ellos ni siquiera las notarán.

El travieso blit de Ga, hijo del profesor Endl, estaba arrancando los guijarros del Triángulo Superior, y tuvieron que darle una zurra.

—Oh —suspiró Ga—, ¡está hecho un pequeño obl! Ya no sé qué hacer con él.
—Irá a la Escuela el año que viene —dijo Un secamente—. Allí sabrán qué hacer con él.
—¿Y qué haré yo sin él? —dijo Ga.

El sol ya estaba alto en el cielo ahora, y se veía a los Profesores mirando hacia las terrazas desde las ventanas de sus habitaciones. No les gustaría nada ver a nurs holgazaneando, y los blits estaban absolutamente prohibidos entre los muros del colegio. Bu y los otros se apresuraron a regresar a las madrigueras y a los lugares de trabajo.

Ko fue a las Cavernas de Ubi ese mismo día, y Bu lo acompañó; regresaron con sacos de hermosas amatistas y trabajaron varios días completando la parte sinuosa, que ellos llamaban las Olas Púrpura, de las Facetas del Cristal. Ko trabajaba con alegría y cantaba y bromeaba, y por la noche Bu y él hacían el amor. Pero Bu seguía inquieta. Continuaba estudiando los diseños de color de las terrazas, y encontraba más y más de ellos, y más y más significados e ideas.

—¿Todos hablan de los nurs? —preguntó el viejo Un. La artritis lo mantenía alejado de las terrazas, pero Bu lo ponía al corriente de sus descubrimientos a diario.
—No dijo Bu—, la mayoría hablan de obls y nurs. Y de blits también. Pero los hicieron los nurs. Así que son diferentes. Los diseños de los obls en realidad no hablan nunca de los nurs. Sólo de los obls y de lo que los obls piensan. Pero cuando empiezas a leer los colores, ¡dicen cosas tan interesantes!

Bu estaba tan agitada y era tan persuasiva que otros nurs de Obling empezaron a estudiar los diseños de color, aprendieron a leer sus significados. La práctica se extendió a otras madrigueras, y pronto a otras ciudades. Antes de que pasara mucho tiempo, y a todo lo largo del río, otros nurs descubrían en sus terrazas extraños diseños de piedras de colores, y sorprendentes mensajes relativos a obls, nurs y blits.
Sin embargo hubo muchos nurs que se negaron firmemente a ver diseños en el color o a admitir que el color de una piedra pudiera tener significado. —Los obls confían en que nosotros no cambiemos las cosas decían estos nurs—. Nosotros somos sus nurobls. Ellos nos necesitan para cuidar de los diseños, para tranquilizar a los blits y mantener el orden. De este modo ellos pueden dedicarse al trabajo importante. Si empezamos a inventar nuevos significados, a cambiar las cosas, a alterar los dibujos, ¿a dónde iremos a parar? Eso no es justo para los obls.
Pero Bu no prestaba oídos a estas cosas; sólo pensaba en lo que había encontrado. Ya no volvió a escuchar en silencio, sino que habló. Recorría las casas de trabajo y hablaba. Y una noche, armándose de valor y llevando al cuello, sujeta por un cordón, una turquesa perfecta, que ella llamaba la piedra de sí misma, subió a las terrazas. Pasó entre los sorprendidos Profesores y llegó al Mosaico del Rectorado, donde Astl la Rectora, una maestra venerable, se paseaba en solitaria meditación con el antiquísimo rifle colgado a la espalda y envuelta en las espirales de humo que salían lentamente de la pipa. Ni siquiera un Profesor Titular se hubiera atrevido a interrumpir a la Rectora en un momento tan sagrado. Pero Bu fue directamente hacia ella, se inclinó, se cubrió los ojos, y con voz trémula pero clara dijo: —iSeñora Rectora, señoría! ¿Podría la Señora Rectora en su bondad responder a una pregunta?
A la Rectora le desagradó y le encolerizó sobremanera aquel comportamiento escandaloso. Se volvió al Profesor más cercano y dijo: —Esta nur está loca. Llévesela de aquí, por favor.
Condenaron a Bu a diez días de cárcel y a ser violada por los Estudiantes cuando tuvieran ganas, y luego la enviaron a las canteras de losas durante cien días.
Cuando regresó a la madriguera, estaba embarazada de una de las violaciones y muy delgada por el trabajo en las canteras, pero todavía llevaba la turquesa. Los compañeros de madriguera y los amigos del trabajo la recibieron con canciones que habían compuesto con los significados de los dibujos de color de las terrazas. Ko la consoló con tierno afecto esa noche, y le dijo que el blit de ella sería el blit de él y el nido de ella sería también el nido de él.
No muchos días después, Bu entró en el colegio (por las cocinas) y se dirigió (con ayuda de los nurs-sirvientes) a la habitación privada del Canónigo.
El Canónigo del Colegio de Obling era un obl muy anciano, célebre por sus conocimientos de lingüística metafísica. Se despertaba despacio por las mañanas. Esa mañana se despertó despacio y miró con cierta perplejidad a la nur-sirviente que había venido a descorrer las cortinas y a servirle el desayuno. No parecía la misma de siempre. El Canónigo casi hizo ademán de buscar el rifle, pero estaba demasiado soñoliento.

—Hola —dijo entonces—. Eres nueva, ¿no es cierto?
—Quiero que me conteste a una pregunta —dijo la nur.

El Canónigo se despertó un poco más y miró a la extraña criatura.

—¡Al menos ten la decencia de cubrirte los ojos, nur! —dijo, aunque en realidad no estaba demasiado enfadado. Era tan viejo que ya no estaba seguro de cuáles eran las normas, y los posibles cambios ya no lo alteraban tanto como en otro tiempo.
—Nadie más puede contestarme dijo la nur—. Por favor, contésteme. ¿Sabe usted si una piedra verdiazul en un dibujo puede ser una palabra?
—Oh, sí, desde luego —dijo el Canónigo, despabilándose—. No obstante, el significado verbal del color cayó en desuso hace mucho tiempo. Sólo es de interés para anticuarios, para viejos quisquillosos como yo, ja. Las palabras-color ya no se encuentran ni siquiera en los viejos diseños. Sólo en los Libros de Registro más antiguos.
—¿Qué significa?
El Canónigo se preguntó si no estaría soñando: ¡discutiendo de lingüística histórica con una nur antes del almuerzo! Aunque era un sueño divertido.
—El matiz verdiazul, como esa piedra que llevas al cuello, se empleaba como forma adjetiva dentro de un dibujo, y podía significar una cualidad de volición sin límites. Como nombre, el color habría significado, ¿cómo lo diría?, una ausencia de coerción, una falta de control, un estado de autodeterminación.
—Libertad dijo la nur—. ¿Significa libertad?
—No, querida -dijo el Canónigo—. Lo significó. Pero no ahora.
—¿Por qué?
—Porque la palabra es obsoleta —respondió el Canónigo, empezando a cansarse de ese inexplicable diálogo—. Ahora, sé una nur buena y dile a mi sirvienta que me traiga el desayuno.
—Mire por la ventana -dijo la nur, con la mirada extraviada y con tanta vehemencia que el Canónigo se alarmó…—. ¡Mire por la ventana las terrazas! ¡Mire los colores de las piedras! ¡Mire los diseños que los nurs, el significado de lo que hemos escrito! ¡Mire la libertad! ¡Oh, por favor, mire!

Y con esta súplica final, la increíble aparición se desvaneció. El Canónigo se quedó mirando la puerta de la habitación, que se abrió al momento. La nur-sirviente de siempre entró con la bandeja de té de musgo y el humeante liquen ahumado.

—¡Buenos días, Señor Canónigo, señoría! dijo ella con animación—. ¿Ya despierto? ¡Hace una hermosa mañana! —Y después de dejar la bandeja junto a la cama, descorrió las cortinas.
—¿Ha estado aquí hace un momento una joven nur? —preguntó el Canónigo, muy nervioso.
—Ciertamente no, señor. Al menos, no que yo sepa —dijo la nur-sirviente.
¿Lo había imaginado o la nur lo había mirado un momento directamente, deliberadamente? ¿ Había tenido la audacia de mirarlo? Eso no era posible.
—Las terrazas están preciosas esta mañana —continuó ella—. Su Canonidad debería echar un vistazo.
—Fuera de aquí, fuera —gruñó el Canónigo, y la nur se cubrió los ojos y salió haciendo una reverencia afectada.

El Canónigo tomó el desayuno en la cama y después se levantó. Fue hasta la ventana para mirar las terrazas del colegio a la luz de la mañana.
Por un momento, pensó que estaba soñando de nuevo, porque vio dibujos enteramente diferentes a aquellos que había visto durante toda su larga vida en esas terrazas, significados inimaginables, una asombrosa novedad de sentido y belleza... y entonces abrió los ojos de par en par y parpadeó; y ya no estaba. El orden familiar y verdadero de las terrazas se revelaba claro y regular a la luz matinal. Y no había nada más que ver. El Canónigo se partó de la ventana y abrió un libro.
Por eso no vio la lara fila de nurobls que salían de sus madrigueras y sus lugares de trabajo bajo los muros de cantos rodados, y se acercaban cargando a su blits y bailando, bailando y cantando en las terrazas. Escuchó los cantos como un ruido sin significado. Sólo cuando la primera piedra voló a través de la ventana se decidió a levantar la cabeza y gritó agitado: —¿Qué significa esto?

Minisurumbullo y el dulce de icaco

Tomado de RIVERA Izcoa, Carmen (ed): Cuentos de enredos y travesuras. México, Edit. Nueva. 1986. pp. 88-96.

Éste es un cuento de la tradición oral de Santa Fe de Bogotá. La recopiladora-adaptadora de esta versión, Gabriela Arciniegas, es autora de varios cuentos para niños, entre ellos
Una casita en el aire (Plaza y Janés, 1982) y El misterio de Candleia (Editorial Norma, 1986).

Es bien sabido que los ratones construyen grandes ciudades bajo las plazas y avenidas de las poblaciones humanas. Allí, bajo tierra, sin que nadie se dé cuenta, eligen reyes, forman ejércitos, libran batallas, tienen genios, héroes… Todo muy bien, pero esta historia nada tiene que ver con personajes tan importantes sino con una humilde familia de ratoncitos campesinos que tenía su madriguera bajo una mata de reseda al pie de una mata de retama junto a una mata de moras en un potrero que había en las afueras de una tranquila aldea.
Adentro, el huequito tenía varios cuartos, pues la familia era numerosa. Tenía su puerta principal y su puerta secreta para el caso de que necesitaran despistar a algún enemigo, cosa que nunca ocurría: el vecindario era sumamente tranquilo. El único que utilizaba la puerta secreta era el menor de la familia para salir a hacer sus pilatunas.
Éste se llamaba Minisurumbullo, pero todos los nombres de ratón son larguísimos y todos se abrevian, así que a Minisurumbullo lo llamaban “Mi”. Mi era todo gris, menos la lengüita rosada con que se bañaba, las uñas y los dientecitos blanquísimos y los pícaros ojos de chispita negra.
Una mañana salió por la puerta secreta en busca de aventuras. Como los demás dormían, nadie lo vio salir.
Corrió por los potreros tan rápido que por poco pierde su sombra. Llegó a la aldea tan rápido que casi llega sin cola. La aldea como siempre olía... ¡olía delicioso!
Mi se metió por la rendija de una puerta y se encontró en una cocina llena de perfumes apetitosos, pero también llena de gente.

—¡Auxilio! ¡Un ratón! —gritó alguien.
—¡Aquí hay una escoba! ¡Déle! —gritó alguien más.
—¿Cuál ratón?
—Ahí estaba.
—¡Qué va! No hay nada.

Mi, escondido detrás de la estufa, suspiró de alivio. Había comprobado que no había gato, porque lo habrían llamado.
La gente de la cocina estaba muy ocupada y nerviosa. Estaban preparando el almuerzo para una visita encopetadísima. Todo lo que hacían era tentador, pero Mi tenía los ojos puestos en el dulce. Era dulce de icaco.
Ya casi nadie ha vuelto a hacer dulce de icaco en las casas. En todo caso, es una fruta ovalada, de color gris. Los icacos estaban en una olla, pero Mi vio cuando los pasaron a una vasija que dejaron sobre la mesa. Esperó con paciencia. Cuando se fue la última persona de la cocina, salió disparado de su escondite.
Saltó a la mesa, luego a la vasija. ¡Increíble quedar nadando en almíbar! Probó una fruta, pero en realidad el almíbar era lo que más le gustaba. Escondió la semilla de icaco bien abajo. Quiso seguir bebiendo almíbar, pero hacía tanto calor y era tanta la dulzura que lo invadió el sueño. Entre sueños oyó la voz de un niño muy pequeño:

—¡Ay, mamacita, qué cosas más ricas! ¿Puedo probar algo?
—No, ahorita no; pero te voy a dejar sentar a la mesa con los grandes. Eso sí, tienes que estar muy juicioso. Nada de comer con la mano ni hablar cuando los grandes estén hablando ni decir que la comida está fea. Te comes todo lo que te sirvan sin decir nada.

Tal vez me debería ir, pensó Mi, pero, como estaba pensando dormido, se quedó donde estaba. Fue cayendo en un sueño cada vez más profundo. Enrolladito, cubierto completamente de almíbar y tan chiquito como era, parecía un icaco más en el dulce.
Lo despertó un fuerte sacudón. Mi se paralizó de miedo. Estaban alzando la vasija. La llevaban al comedor Con una cuchara grandísima alguien comenzó a sacar de a dos en dos icacos, y cada vez un poco (el almíbar. Ya no quedaba más remedio que seguir Fingiendo ser un icaco. Pidió silenciosamente a
San Francisco de Asís, el santo de los animales, que lo salvara de algún modo —pero no veía cómo.
A los grandes les sirvieron de a dos, y finalmente al niño le sirvieron uno, el último.

—Mamacita —dijo el niño—. ¿Esto qué es?
—Dulce de icaco, mijito. Pruébalo. Es delicioso.

El niño se quedó mirando el plato.
Los grandes siguieron conversando y, aunque al niño le había dicho la mamá que no debía interrumpirlos, al ratico dijo:

—Mamacita...
—¿Sí, mijo?
—¿Los icacos tienen unos ojitos negros?
—¡Ah, qué niño más necio! Los icacos no tienen ojitos negros, ni ninguna clase de ojitos. Come juicioso y no molestes.

El niño siguió mirando el plato, mientras los grandes seguían hablando de cosas serias, de política; pero al ratico volvió a interrumpir:

— Mamacita...
—¿Sí, mijo?
—¿Los icacos tienen orejitas redondas?
—¡Cállate y no molestes más! ¡Qué van a tener orejitas redondas ni ninguna clase de orejas!

El niño siguió mirando su plato. Al ratico dijo:

— Mamacita...
—¿Sí, mijo?
—¿Pero bigoticos sí tienen?
—¡Come y no sigas diciendo tanta bobada! —lo regañó la mamá—. ¡Qué va a tener bigoticos un icaco!

Y siguieron hablando los grandes de política, de negocios. El niño siguió mirando el plato.

—Mamacita... —volvió a interrumpir—. ¿Pero una colita sí tienen?
—¡Qué va a tener cola un icaco! —dijo la mamá y lo regañó otra vez.

El niño siguió mirando el plato. Pasó un rato más largo. Los grandes hablaban.

—Mamacita...
—¿A ver, mijo?
—¿Pero paticas sí?

En ese instante, Mi saltó del plato. Las señoras se subieron a los asientos y se pusieron a gritar como sirenas de bomberos. La mamá del niño se desmayó. El niño se puso pálido, después colorado, después le dio un ataque de risa.
Minisurumbullo saltó de la mesa. Corrió y corrió. Salió por la rendija de una puerta, se encontró en una cocina llena de perfumes apetitosos, potreros y cercas hasta que llegó a una mata de moras, una de retama y una de reseda. Se metió bajo la mata de reseda y encontró el huequito de la entrada principal de su casa. Se dejó caer como un bólido.

—¡Hola, Mi! —gritaron los demás ratoncitos—. ¿Dónde estabas? ¡Cuenta! ¡Cuenta!
Y sus padres, abuelitos, primos, tíos, hermanos y hermanas empezaron a limpiarlo con sus lengüitas mientras contaba. Le quitaron de encima pajas y polvo, hasta que ya no había sino almíbar y más almíbar de icaco. Estaba delicioso, en el punto preciso para saber a gloria. Embelesados escuchando la increíble aventura, lo lamían y lo lamían y lo lamían y lo lamían y lo lamían y lo seguían lamiendo.
—Me encanta una historia así —dijo la abuelita secándose un par de lágrimas—. Tiene un final tan dulce...

lunes, 14 de julio de 2008

MOHAWK
Howard Fast

tomado de FAST, Howard: El general derribó un Ángel. Ciencia Ficción Azimut. Montevideo, Uruguay, 1976. pp. 49-57
EL MOHAWK

Cuando Clyde Lightfeather subió la escalinata de la catedral de San Patricio en la Quinta Avenida, llevaba un viejo impermeable de mala calidad, que luego se quitó, sentándose con las piernas cruzadas delante de los portales. Por debajo vestía como los indios que aporrean los tambores en las danzas rituales; es decir, que llevaba blandas polainas de piel de gamo, mocasines de bosque y nada en absoluto de la cintura para arriba. Tenía el cabello cortado al estilo de mechón en el medio y el resto de la cabeza afeitado, con una única pluma que le atravesaba la trenza que caía en la nuca. Era en general un joven indio de pura sangre mohawk, robusto y simpático.
Una multitud se agolpó, puesto que no hace falta gran cosa para congregar gente en Nueva York, y el padre Michael O’Conner salió de la catedral y el policía Patrick Muldoon se acercó desde la calle, y los rayos del plácido sol de junio se posaron sobre todos.
—¿Ahora qué demonios es lo que estás buscando? —preguntó a Clyde Lightfeather el oficial Muldoon—. Había en su voz una nota quejumbrosa, pues estaba harto de tipos extravagantes, voraces consumidores de ácido lisérgico, hippies comunes, hippies que sólo hablan de amor, hippies de esos que reparten flores, fumadores de marihuana, representantes del poder negro, miembros de Estudiantes para una Sociedad Democrática, ocupaciones de fábricas y demostraciones callejeras; y aunque le gustaba decir que había visto todo, era la vez que veía un indio mohawk sentado a la entrada de la catedral de San Patricio.
—Dios y la gracia de Dios, supongo —respondió Clyde Lightfeather.
—¿No sabes —le dijo Muldoon, cuya voz emprendía ese fatigoso sendero de paciencia y amenaza velada—, que estás en propiedad privada y que no tienes ningún derecho a clavarte una pluma en el pelo y venir a sentarte aquí y congregar multitud, creando dificultades a los fieles honestos?
—¿Por qué no? Esto no es propiedad privada. Es propiedad de Dios y ya que tú no trabajas a las órdenes de Dios, ¿por qué no te vas de aquí con tu traste grande y gordo y me dejas en paz?
El oficial Muldoon se disponía a responder adecuadamente a esas palabras, sin prestar atención al hecho de que se trataba de un indio mohawk —con una muchedumbre que reía entre dientes y estaba a medias inclinada a favor del indio—, en el momento en que el padre O’Conner intervino y le hizo notar que el indio tenía toda la razón del mundo. Aquello no era propiedad privada, sino propiedad de Dios.
—¡Pero qué diablos está usted diciendo! —exclamó el oficial Muldoon—. ¿Va a permitir que ese hereje siga ahí sentado?
Hasta aquel momento la intención del padre O’Conner había sido decir unas cuantas palabras razonables que fuesen lo bastante persuasivas para que el indio se marchase. Pero cambió de idea súbitamente.
—Quizá lo haga —declaró.
—Gracias —le dijo Lightfeather.
—Siempre que me dé una buena razón para hacer así
—La de que yo he venido aquí a meditar.
—¿Y usted considera que éste es un lugar
apropiado la meditación, señor . . .?
Lightfeather. El mejor del mundo. ¿Lo niega? preguntó él belicosamente.
—¿Qué es para usted meditación, señor Lightfeather?
—La oración… Dios… el ser.
¿Entonces cómo podría yo negarlo? inquirió el sacerdote
—¿Y le permitirá que siga ahí?
preguntó Muldoon.
—Creo que sí.
—Mire —dijo Muldoon
—. Yo me crié como católico y tal no sepa mucho, pero de una cosa estoy seguro: las catedrales son lugares hechos para practicar adoración adentro, no afuera de ellas.
No obstante, el indio siguió allí y en el transcurso de unas horas llegaron las cámaras de la televisión y la prensa y el padre O’Conner se vio nada menos que frente al propio cardenal. Los medios de indagación de los grandes canales se el concentraron en la letra mm de meditación y de mohawk
—. Chet Huntley informó a millones de seres, no sólo que la meditación era un importante ejercicio espiritual de significación interior, una íntima concentración en uno u otro pensamiento de honda trascendencia religiosa, sino que los indios mohawk fueron grandes en su tiempo, la fuerza organizadora de las poderosas Seis Naciones de la Confederación Iroquesa. La paz de los bosques era la paz mohawk, hasta la ley era la ley mohawk, codificada en tiempos antiguos por aquel apacible y sabio Hiawatha. Desde el río San Lorenzo, en el norte, al Hudson, en el sur, la paz mohawk y la ley mohawk imperaron antes de que llegasen los blancos.
Menos apoyados en la historia, los comentaristas de la CBS se preguntaban si aquello no era simplemente otro poco de truhanería de que la juventud universitaria hacía víctima a un público paciente. Habían indagado los antecedentes del propio Lightfeather, y descubrieron que después de cursar estudios en Harvard, se doctoró en Filosofía en la Universidad de Columbia —su tesis doctoral era un estudio sobre el uso de varias plantas alucinógenas en las religiones de los indios norteamericanos—. “Desalienta”, dijo Walter Cronkite, “encontrar a un joven indio norteamericano de inteligencia tan brillante dedicado a esa clase de bufonadas aburridas”.

Su Eminencia el Cardenal adoptó un método de ataque completamente distinto. No se propuso descifrar lo que era un indio rnohawk. En cambio, preguntó fríamente al padre O’Conner qué era exactamente lo que aconsejaba.
—Bueno, Eminencia, yo quiero decir que no hace mal a nadie, ¿verdad?
—En realidad, está absorto en el concepto de que Dios es el dueño de esta propiedad, ¿no es así, Padre?
—Bueno, eso lo expresó de un modo muy natural y directo, Eminencia.
—¿Se le ha ocurrido pensar alguna vez que los derechos de propiedad de Dios van más allá de la catedral de San Patricio? Usted sabe que Él es propietario de Wall Street, de la Casa Blanca, de las iglesias protestantes, de un buen número de sinagogas, de la Unión Soviética y de China Roja, para no mencionar una o dos galaxias allá lejos. De modo que yo. en su lugar, padre O’Conner, aconsejaría para la meditación algún sitio más adecuado que el pórtico de la catedral de San Patricio. A mi juicio, usted debería inducirlo a que se vaya mañana a la mañana.
—Sí, Eminencia.
—Pacíficamente.
—Sí, Eminencia.
—Hasta ahora nunca habíamos tenido una huelga de brazos caídos en San, Patricio.

—Entiendo perfectamente, Eminencia.
Pero al plan de acción del padre O’Conner algo le faltaba para ser perfecto. Eran ya más o menos las cinco de la tarde y las calles se habían llenado de gente que iba presurosa a sus horas, Pese a lo poco que se necesitaba para formar una multitud en Nueva York, es menos lo que hace falta para dispersarla; y en aquel momento el indio era como si formase parte del edificio. El padre O’Conner permaneció un rato de pie al lado de Lightfeather, cavilando todo lo creativamente que podía, y luego preguntó cortésmente al indio si lo había oído.,
—¿Por qué no? La meditación es un estado de cerebro alerta, no de sueño.
—Estuvo muy quieto.
Por dentro, Padre, sigo estándolo.
¿Por qué vino aquí? —quiso saber el padre O’Conner.
—Ya se lo dije. Quería meditar.
—¿Pero por qué aquí?
—Porque aquí son buenas…
—¿Buenas qué?
—Las vibraciones.
—¡Ah!

—Es una cuestión de creencia. Este lugar esta lleno de creencia. Por eso lo elegí. Necesito creencia.
—¿Para qué? —preguntó con curiosidad el padre O’Conner.
—Para poder yo creer.
—¿Qué es lo que quiere creer?
—Qué Dios es cuerdo.
—Yo le aseguro … que lo es —le dijo muy convencido el padre O’Conner.
—¿Cómo demonios lo sabe?
—Es una cuestión de creencia propia mía.
—No lo sería si usted fuese un indio mohawk.
—Eso no lo sé. Nunca he sido mohawk.
—Yo sí.

El padre O'Conner recapacitó en ello un minuto o dos, y con toda justicia no podía haber negado que un indio mohawk podía tener un punto de vista muy diferente.

—Su Eminencia, el Cardenal, está enojado conmigo —con­fesó por último—. Quiere que lo induzca a irse.
—Así volverá a traer a la policía.
—No. Pacíficamente.
—Antes estaba conmigo en que Dios era el amo de esto. ¿Lo ha convencido de lo contrario Su Eminencia?
—Puso de relieve que el Todopoderoso tiene igual derecho a la Unión Soviética. Supongo que dondequiera que sea, los residentes dictan los reglamentos.
—Está bien. Hable entonces.
—Detesto fingirme sargento primero para esto —dijo el pa­dre O’Conner— ¿Cuánto tiempo proyecta quedarse?
—Hasta que Dios me responda.
—Bueno, puede pasar mucho tiempo —dijo entristecido el padre O’Conner.
—O un instante. Yo estoy meditando en el tiempo.
—¿En el tiempo?
—Siempre pienso en el tiempo cuando pienso en Dios —reconoció el indio—. Él tiene Su tiempo. Nosotros tenemos el nuestro. Yo quiero que Él me abra Su tiempo. ¿Qué demo­nios estoy haciendo aquí en la Quinta Avenida? Soy un indio mohawk. ¿No es así?

El padre O’Conner contestó que sí con la cabeza.

—No sé —expresó el indio—. Haremos la antigua prueba escolar y luego podrá llamar a la policía. ¿Qué le parece? ¿Hasta la mañana?
—Hasta la mañana —dijo el padre O’Conner.
—Alguna vez haré otro tanto por usted —dijo el indio, y éstas fueron las últimas palabras que se le oyó pronunciar. Los periodistas llegaron y los de la televisión hicieron una segunda visita, pero el indio no dijo nada más.

El indio meditaba. Déjo que su pensamiento abandonase su mente y observó cómo su aliento entraba y salía y se convirtió en una especie de universo en sí mismo. Consideró el tiempo de Dios y el tiempo del hombre; pero sin pensamiento. El hombre no conoce pensamientos capaces de ocuparse ni siquiera del tiempo del hombre y cuanto menos del tiempo de Dios; pero el indio no estaba tan distante de sus antepasados como para dejarse atrapar por el pensamiento. Sus antepasados habían conocido el secreto del tiempo grande, que todos los blancos han olvidado.
El indio fue fotografiado y televisado hasta que las propias cadenas estuvieron saturadas de él y el padre O’Conner se quedó allí para cuidar que la meditación del indio no fuese interrumpida. El sacerdote se sintió muy hermanado con el indio, pero, siendo sacerdote, también él sabía que muchos preguntaron pero pocos tuvieron respuesta.
Al llegar la medianoche los de la prensa se habían ido y aun los contados transeúntes hicieron caso omiso del indio. El padre O’Conner estaba sorprendido de su larga permanencia allí, inmóvil, en lo que se denomina la posición de loto; pero había oído siempre decir que los indios son estoicos y soportan el dolor y el deseo, y suponía que aquel indio no sería distinto. Y se sintió complacido de que la noche de junio fuese tan cálida y agradable; por lo menos, el indio no sufriría frío.
Antes de quedarse dormido aquella noche, el sacerdote rezó pidiendo que al indio fuese concedida una u otra especie de gracia. De cuál clase de gracia no estaba en absoluto seguro y ni tampoco estaba dispuesto a implorar que se concediese al indio el privilegio de tomar el sabor al tiempo de Dios. La idea del tiempo de Dios aterraba justamente un poco al padre O’Conner.
Durmió bien, pero no mucho tiempo, y ya estaba levantado y vestido cuando se filtraron los primeros rayos grises del alba. El sacerdote caminó al pórtico de la catedral, y allí encontró al indio tal como él lo había dejado. Tan erguido y con el cuerpo tan inmóvil, que de no ser por el leve movimiento de su vientre desnudo, hubiese podido creer que estaba muerto.

En cuanto al indio Clyde Lightfeather, estaba alerta y dentro de sí mismo, con su mente clara y receptiva. Con sus ojos cerrados, sintió en sus mejillas las brisas del amanecer y el aroma de la mañana en sus fosas nasales. No tuvo necesidad de orar; todo su ser era un dulce recuerdo, y así fue como oyó cantar a un ave.
Dejó que el sonido lo atravesara; lo sintió pero no lo retuvo. Y luego oyó el paso saltarino y rumoroso de un arroyo. Lo oyó también sin retenerlo. Y entonces aspiró el perfume de la tierra de junio, el maravilloso olor húmedo, dulzón y denso de la vida que viene y de la vida que va y a este aroma se aferró, pues sabía que su meditación había terminado y que le había sido concedido un momento del tiempo de Dios.
Abrió los ojos y, en lugar de las grandes masas del Centro Rockefeller, vio una antigua formación de tuliperos, todos ellos de cuatro metros y medio de diámetro en la base y tan altos que sólo las aves sabían dónde terminaban. Finos dedos del alba trazaron un encaje por entre los tuliperos y por el gran conocimiento que se proviene del gran tiempo, el indio supo que, en la orilla del Hudson había canoas de corteza de abedul, puestas al abrigo de las inclemencias a la, espera del día en que se las necesitase, y que el Hudson era el camino al valle Mohawk, donde estaban las lejanas viviendas iroquesas. Ya no esperó más, sino que se puso de pie de un salto y echó a correr entre los tuliperos.

El sacerdote se había vuelto un momento para contemplar la imponente majestad de la catedral de San Patricio; cuando volvió a mirar, el indio había desaparecido. En lugar de sentirse complacido por haber logrado lo que deseaba el Cardenal, experimentó una sensación de pérdida.

Horas después el Cardenal mandó llamar al padre O'Conner y éste le dijo que el indio había partido muy temprano a la mañana.

—Confío en que no habrá habido ningún incidente desagradable.
—No, Eminencia.
—¿No intervino la policía?
—No, Eminencia. Sólo intervine yo —dijo vacilante el padre O’Conner, y en lugar de irse, tosió.
—¿Sí? —preguntó el Cardenal.
—¿Me permite hacerle una pregunta, Eminencia?,
—Hágala.
—¿Qué es el tiempo de Dios, Eminencia?

El Cardenal sonrió, pero no divertido. La sonrisa era un giro hacia adentro, como si recordase cosas que habían sucedido mucho, pero mucho tiempo antes.

—¿Eso era un concepto del indio?

Turbado, el padre O’Conner contestó afirmativamente con una inclinación de cabeza.

¿Se lo preguntó a él?
—No, no se lo pregunté.
—Entonces —dijo el Cardenal—, cuando vuelva, le aconsejo que se lo pregunte.