lunes, 14 de julio de 2008

MOHAWK
Howard Fast

tomado de FAST, Howard: El general derribó un Ángel. Ciencia Ficción Azimut. Montevideo, Uruguay, 1976. pp. 49-57
EL MOHAWK

Cuando Clyde Lightfeather subió la escalinata de la catedral de San Patricio en la Quinta Avenida, llevaba un viejo impermeable de mala calidad, que luego se quitó, sentándose con las piernas cruzadas delante de los portales. Por debajo vestía como los indios que aporrean los tambores en las danzas rituales; es decir, que llevaba blandas polainas de piel de gamo, mocasines de bosque y nada en absoluto de la cintura para arriba. Tenía el cabello cortado al estilo de mechón en el medio y el resto de la cabeza afeitado, con una única pluma que le atravesaba la trenza que caía en la nuca. Era en general un joven indio de pura sangre mohawk, robusto y simpático.
Una multitud se agolpó, puesto que no hace falta gran cosa para congregar gente en Nueva York, y el padre Michael O’Conner salió de la catedral y el policía Patrick Muldoon se acercó desde la calle, y los rayos del plácido sol de junio se posaron sobre todos.
—¿Ahora qué demonios es lo que estás buscando? —preguntó a Clyde Lightfeather el oficial Muldoon—. Había en su voz una nota quejumbrosa, pues estaba harto de tipos extravagantes, voraces consumidores de ácido lisérgico, hippies comunes, hippies que sólo hablan de amor, hippies de esos que reparten flores, fumadores de marihuana, representantes del poder negro, miembros de Estudiantes para una Sociedad Democrática, ocupaciones de fábricas y demostraciones callejeras; y aunque le gustaba decir que había visto todo, era la vez que veía un indio mohawk sentado a la entrada de la catedral de San Patricio.
—Dios y la gracia de Dios, supongo —respondió Clyde Lightfeather.
—¿No sabes —le dijo Muldoon, cuya voz emprendía ese fatigoso sendero de paciencia y amenaza velada—, que estás en propiedad privada y que no tienes ningún derecho a clavarte una pluma en el pelo y venir a sentarte aquí y congregar multitud, creando dificultades a los fieles honestos?
—¿Por qué no? Esto no es propiedad privada. Es propiedad de Dios y ya que tú no trabajas a las órdenes de Dios, ¿por qué no te vas de aquí con tu traste grande y gordo y me dejas en paz?
El oficial Muldoon se disponía a responder adecuadamente a esas palabras, sin prestar atención al hecho de que se trataba de un indio mohawk —con una muchedumbre que reía entre dientes y estaba a medias inclinada a favor del indio—, en el momento en que el padre O’Conner intervino y le hizo notar que el indio tenía toda la razón del mundo. Aquello no era propiedad privada, sino propiedad de Dios.
—¡Pero qué diablos está usted diciendo! —exclamó el oficial Muldoon—. ¿Va a permitir que ese hereje siga ahí sentado?
Hasta aquel momento la intención del padre O’Conner había sido decir unas cuantas palabras razonables que fuesen lo bastante persuasivas para que el indio se marchase. Pero cambió de idea súbitamente.
—Quizá lo haga —declaró.
—Gracias —le dijo Lightfeather.
—Siempre que me dé una buena razón para hacer así
—La de que yo he venido aquí a meditar.
—¿Y usted considera que éste es un lugar
apropiado la meditación, señor . . .?
Lightfeather. El mejor del mundo. ¿Lo niega? preguntó él belicosamente.
—¿Qué es para usted meditación, señor Lightfeather?
—La oración… Dios… el ser.
¿Entonces cómo podría yo negarlo? inquirió el sacerdote
—¿Y le permitirá que siga ahí?
preguntó Muldoon.
—Creo que sí.
—Mire —dijo Muldoon
—. Yo me crié como católico y tal no sepa mucho, pero de una cosa estoy seguro: las catedrales son lugares hechos para practicar adoración adentro, no afuera de ellas.
No obstante, el indio siguió allí y en el transcurso de unas horas llegaron las cámaras de la televisión y la prensa y el padre O’Conner se vio nada menos que frente al propio cardenal. Los medios de indagación de los grandes canales se el concentraron en la letra mm de meditación y de mohawk
—. Chet Huntley informó a millones de seres, no sólo que la meditación era un importante ejercicio espiritual de significación interior, una íntima concentración en uno u otro pensamiento de honda trascendencia religiosa, sino que los indios mohawk fueron grandes en su tiempo, la fuerza organizadora de las poderosas Seis Naciones de la Confederación Iroquesa. La paz de los bosques era la paz mohawk, hasta la ley era la ley mohawk, codificada en tiempos antiguos por aquel apacible y sabio Hiawatha. Desde el río San Lorenzo, en el norte, al Hudson, en el sur, la paz mohawk y la ley mohawk imperaron antes de que llegasen los blancos.
Menos apoyados en la historia, los comentaristas de la CBS se preguntaban si aquello no era simplemente otro poco de truhanería de que la juventud universitaria hacía víctima a un público paciente. Habían indagado los antecedentes del propio Lightfeather, y descubrieron que después de cursar estudios en Harvard, se doctoró en Filosofía en la Universidad de Columbia —su tesis doctoral era un estudio sobre el uso de varias plantas alucinógenas en las religiones de los indios norteamericanos—. “Desalienta”, dijo Walter Cronkite, “encontrar a un joven indio norteamericano de inteligencia tan brillante dedicado a esa clase de bufonadas aburridas”.

Su Eminencia el Cardenal adoptó un método de ataque completamente distinto. No se propuso descifrar lo que era un indio rnohawk. En cambio, preguntó fríamente al padre O’Conner qué era exactamente lo que aconsejaba.
—Bueno, Eminencia, yo quiero decir que no hace mal a nadie, ¿verdad?
—En realidad, está absorto en el concepto de que Dios es el dueño de esta propiedad, ¿no es así, Padre?
—Bueno, eso lo expresó de un modo muy natural y directo, Eminencia.
—¿Se le ha ocurrido pensar alguna vez que los derechos de propiedad de Dios van más allá de la catedral de San Patricio? Usted sabe que Él es propietario de Wall Street, de la Casa Blanca, de las iglesias protestantes, de un buen número de sinagogas, de la Unión Soviética y de China Roja, para no mencionar una o dos galaxias allá lejos. De modo que yo. en su lugar, padre O’Conner, aconsejaría para la meditación algún sitio más adecuado que el pórtico de la catedral de San Patricio. A mi juicio, usted debería inducirlo a que se vaya mañana a la mañana.
—Sí, Eminencia.
—Pacíficamente.
—Sí, Eminencia.
—Hasta ahora nunca habíamos tenido una huelga de brazos caídos en San, Patricio.

—Entiendo perfectamente, Eminencia.
Pero al plan de acción del padre O’Conner algo le faltaba para ser perfecto. Eran ya más o menos las cinco de la tarde y las calles se habían llenado de gente que iba presurosa a sus horas, Pese a lo poco que se necesitaba para formar una multitud en Nueva York, es menos lo que hace falta para dispersarla; y en aquel momento el indio era como si formase parte del edificio. El padre O’Conner permaneció un rato de pie al lado de Lightfeather, cavilando todo lo creativamente que podía, y luego preguntó cortésmente al indio si lo había oído.,
—¿Por qué no? La meditación es un estado de cerebro alerta, no de sueño.
—Estuvo muy quieto.
Por dentro, Padre, sigo estándolo.
¿Por qué vino aquí? —quiso saber el padre O’Conner.
—Ya se lo dije. Quería meditar.
—¿Pero por qué aquí?
—Porque aquí son buenas…
—¿Buenas qué?
—Las vibraciones.
—¡Ah!

—Es una cuestión de creencia. Este lugar esta lleno de creencia. Por eso lo elegí. Necesito creencia.
—¿Para qué? —preguntó con curiosidad el padre O’Conner.
—Para poder yo creer.
—¿Qué es lo que quiere creer?
—Qué Dios es cuerdo.
—Yo le aseguro … que lo es —le dijo muy convencido el padre O’Conner.
—¿Cómo demonios lo sabe?
—Es una cuestión de creencia propia mía.
—No lo sería si usted fuese un indio mohawk.
—Eso no lo sé. Nunca he sido mohawk.
—Yo sí.

El padre O'Conner recapacitó en ello un minuto o dos, y con toda justicia no podía haber negado que un indio mohawk podía tener un punto de vista muy diferente.

—Su Eminencia, el Cardenal, está enojado conmigo —con­fesó por último—. Quiere que lo induzca a irse.
—Así volverá a traer a la policía.
—No. Pacíficamente.
—Antes estaba conmigo en que Dios era el amo de esto. ¿Lo ha convencido de lo contrario Su Eminencia?
—Puso de relieve que el Todopoderoso tiene igual derecho a la Unión Soviética. Supongo que dondequiera que sea, los residentes dictan los reglamentos.
—Está bien. Hable entonces.
—Detesto fingirme sargento primero para esto —dijo el pa­dre O’Conner— ¿Cuánto tiempo proyecta quedarse?
—Hasta que Dios me responda.
—Bueno, puede pasar mucho tiempo —dijo entristecido el padre O’Conner.
—O un instante. Yo estoy meditando en el tiempo.
—¿En el tiempo?
—Siempre pienso en el tiempo cuando pienso en Dios —reconoció el indio—. Él tiene Su tiempo. Nosotros tenemos el nuestro. Yo quiero que Él me abra Su tiempo. ¿Qué demo­nios estoy haciendo aquí en la Quinta Avenida? Soy un indio mohawk. ¿No es así?

El padre O’Conner contestó que sí con la cabeza.

—No sé —expresó el indio—. Haremos la antigua prueba escolar y luego podrá llamar a la policía. ¿Qué le parece? ¿Hasta la mañana?
—Hasta la mañana —dijo el padre O’Conner.
—Alguna vez haré otro tanto por usted —dijo el indio, y éstas fueron las últimas palabras que se le oyó pronunciar. Los periodistas llegaron y los de la televisión hicieron una segunda visita, pero el indio no dijo nada más.

El indio meditaba. Déjo que su pensamiento abandonase su mente y observó cómo su aliento entraba y salía y se convirtió en una especie de universo en sí mismo. Consideró el tiempo de Dios y el tiempo del hombre; pero sin pensamiento. El hombre no conoce pensamientos capaces de ocuparse ni siquiera del tiempo del hombre y cuanto menos del tiempo de Dios; pero el indio no estaba tan distante de sus antepasados como para dejarse atrapar por el pensamiento. Sus antepasados habían conocido el secreto del tiempo grande, que todos los blancos han olvidado.
El indio fue fotografiado y televisado hasta que las propias cadenas estuvieron saturadas de él y el padre O’Conner se quedó allí para cuidar que la meditación del indio no fuese interrumpida. El sacerdote se sintió muy hermanado con el indio, pero, siendo sacerdote, también él sabía que muchos preguntaron pero pocos tuvieron respuesta.
Al llegar la medianoche los de la prensa se habían ido y aun los contados transeúntes hicieron caso omiso del indio. El padre O’Conner estaba sorprendido de su larga permanencia allí, inmóvil, en lo que se denomina la posición de loto; pero había oído siempre decir que los indios son estoicos y soportan el dolor y el deseo, y suponía que aquel indio no sería distinto. Y se sintió complacido de que la noche de junio fuese tan cálida y agradable; por lo menos, el indio no sufriría frío.
Antes de quedarse dormido aquella noche, el sacerdote rezó pidiendo que al indio fuese concedida una u otra especie de gracia. De cuál clase de gracia no estaba en absoluto seguro y ni tampoco estaba dispuesto a implorar que se concediese al indio el privilegio de tomar el sabor al tiempo de Dios. La idea del tiempo de Dios aterraba justamente un poco al padre O’Conner.
Durmió bien, pero no mucho tiempo, y ya estaba levantado y vestido cuando se filtraron los primeros rayos grises del alba. El sacerdote caminó al pórtico de la catedral, y allí encontró al indio tal como él lo había dejado. Tan erguido y con el cuerpo tan inmóvil, que de no ser por el leve movimiento de su vientre desnudo, hubiese podido creer que estaba muerto.

En cuanto al indio Clyde Lightfeather, estaba alerta y dentro de sí mismo, con su mente clara y receptiva. Con sus ojos cerrados, sintió en sus mejillas las brisas del amanecer y el aroma de la mañana en sus fosas nasales. No tuvo necesidad de orar; todo su ser era un dulce recuerdo, y así fue como oyó cantar a un ave.
Dejó que el sonido lo atravesara; lo sintió pero no lo retuvo. Y luego oyó el paso saltarino y rumoroso de un arroyo. Lo oyó también sin retenerlo. Y entonces aspiró el perfume de la tierra de junio, el maravilloso olor húmedo, dulzón y denso de la vida que viene y de la vida que va y a este aroma se aferró, pues sabía que su meditación había terminado y que le había sido concedido un momento del tiempo de Dios.
Abrió los ojos y, en lugar de las grandes masas del Centro Rockefeller, vio una antigua formación de tuliperos, todos ellos de cuatro metros y medio de diámetro en la base y tan altos que sólo las aves sabían dónde terminaban. Finos dedos del alba trazaron un encaje por entre los tuliperos y por el gran conocimiento que se proviene del gran tiempo, el indio supo que, en la orilla del Hudson había canoas de corteza de abedul, puestas al abrigo de las inclemencias a la, espera del día en que se las necesitase, y que el Hudson era el camino al valle Mohawk, donde estaban las lejanas viviendas iroquesas. Ya no esperó más, sino que se puso de pie de un salto y echó a correr entre los tuliperos.

El sacerdote se había vuelto un momento para contemplar la imponente majestad de la catedral de San Patricio; cuando volvió a mirar, el indio había desaparecido. En lugar de sentirse complacido por haber logrado lo que deseaba el Cardenal, experimentó una sensación de pérdida.

Horas después el Cardenal mandó llamar al padre O'Conner y éste le dijo que el indio había partido muy temprano a la mañana.

—Confío en que no habrá habido ningún incidente desagradable.
—No, Eminencia.
—¿No intervino la policía?
—No, Eminencia. Sólo intervine yo —dijo vacilante el padre O’Conner, y en lugar de irse, tosió.
—¿Sí? —preguntó el Cardenal.
—¿Me permite hacerle una pregunta, Eminencia?,
—Hágala.
—¿Qué es el tiempo de Dios, Eminencia?

El Cardenal sonrió, pero no divertido. La sonrisa era un giro hacia adentro, como si recordase cosas que habían sucedido mucho, pero mucho tiempo antes.

—¿Eso era un concepto del indio?

Turbado, el padre O’Conner contestó afirmativamente con una inclinación de cabeza.

¿Se lo preguntó a él?
—No, no se lo pregunté.
—Entonces —dijo el Cardenal—, cuando vuelva, le aconsejo que se lo pregunte.

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